sábado, 18 de junio de 2011

Soltando emocionalmente a los hijos

Cuando amamos a alguien, nuestros deseos hacia esa persona son de bienestar, seguridad y alegría. Así sucede, también, con el amor hacia los hijos. Sus amorosos padres desean verlos realizados, felices y satisfechos. Eso es muy concreto si estamos hablando de un bebé que tiene hambre, o de un niño que se rompió la rodilla andando en bicicleta. Inclusive, si consideramos el deseo de un adolescente por un regalo en particular.

Cuando los hijos son niños, o aún adolescentes, están en etapas donde van desarrollando las destrezas y el criterio para asumir una posterior vida adulta. Necesitan de la orientación adulta de sus padres, que los dirija y los proteja. A su vez, necesitan alguien que les sepa decir “no”, así como guías que les vayan mostrando el mundo; lo que es importante en la vida y los valores que deben regir sus decisiones. Ser papá y mamá quiere decir poner límites y enseñar habilidades: ser guía, ser juez, ser ejemplo. Eso es apropiado para los niños y brinda una estabilidad necesaria para los adolescentes. Pero comienza a ser irrelevante para los hijos adultos.

Ahora bien, cuando la vida adulta comienza a impactar a los hijos con demandas y responsabilidades, tales como la educación superior, la independencia económica y las decisiones sociales y familiares que corresponden a “hombres y mujeres adultos”… es común que los padres experimenten cierto desconcierto. Si los hijos se mantienen emocional y materialmente dependientes de sus padres, difícilmente podrán desarrollar su propia vida en forma fructífera y autónoma.

Como padres, es necesario asumir una posición que acepte las escogencias de los hijos (respecto a carrera universitaria, trabajo, pareja, inversiones económicas, paternidad y maternidad), brindándoles el espacio que todo adulto, joven o maduro, necesita para poder ejercer su responsabilidad. En la medida en la el grupo familiar posea cierta flexibilidad, es más viable hacer una revisión del camino recorrido en el proceso de crianza de los hijos.  Si los hijos ya son adultos, el propósito es generar una distancia necesaria entre padres e hijos, tanto en lo psíquico como en lo físico. No es posible que un hijo o hija adulto viva “mantenido (a)” en su hogar de origen, exprimiendo los recursos de sus padres sin ninguna responsabilidad retributiva.

Esto no quiere decir un “divorcio psicológico” de los hijos, ni una drástica separación física, donde se “echa” (o expulsa) a la persona del hogar. Ahora bien, esta distancia saludable sí quiere decir un esfuerzo porque los hijos sean emocionalmente capaces de tomar decisiones por sí mismos, en forma independiente, a la vez que honran y retribuyen las contribuciones de sus padres. Quiere decir, también, que vayan adquiriendo las habilidades necesarias para cuidarse a sí mismos, en términos de mantenimiento, auto cuidado y administración inteligente de sus recursos.

Este esfuerzo puede canalizarse de diferentes maneras, para  hacerlo más llevadero para todos los miembros de la familia. Algunos consejos son los siguientes:

•    Tome tiempo para hablar con su hijo (a). Explíquele que es el momento para que él o ella asuma una vida adulta responsable. Reconfórtense mutuamente en la noción de que esto es un proceso. Si bien se asume paulatinamente, todos irán tomando pasos firmes.


•    Negocie los privilegios que sus hijos gozan: el uso y mantenimiento de un vehículo que es propiedad de los padres, la alimentación, los gastos del hogar, son todos responsabilidades de las que su hijo (a) no puede estar totalmente exento.

•    Retire privilegios de los que su hijo (a) esté “abusando”: si su hijo se rehúsa a colaborar con el hogar, deje de brindarle dinero. Si no está dispuesto a trabajar, exíjale que asuma una porción importante de las responsabilidades por el mantenimiento del hogar. Si reprueba cursos universitarios, condicione la medida en la que usted paga su matrícula. No “regale” privilegios que sus hijos desperdicien.

•    Dé a respetar su hogar. Hay un tiempo para todo y, en el caso de la crianza de los hijos, ya ha terminado la época en la que los padres forjan los valores y principios del carácter personal. Algunos padres tienen un evidente éxito en sus hijos. En muchos otros casos, esto no es así. Sin embargo, sostengan la importancia de reconocer los valores familiares y solicite que éstos continúen respetándose dentro del hogar.

•    Si bien la responsabilidad por las decisiones de sus hijos es, exclusivamente, de ellos mismos, existen situaciones extremas en las que su casa no puede prestarse como medio para propiciar o para aprobar ciertos comportamientos extremos que quebranten la ley o que hagan daño a otras personas. Un ejemplo sería el uso de drogas dentro de su hogar. En situaciones como ésta, se hace necesario hablar con su hijo (a) y exigirle un cambio de conducta. En caso de no aceptar, usted debe pedirle que busque otro lugar, ya que su hogar no puede prestarse para actividades de ilegalidad o de abuso. Nunca preste su hogar para conductas de autodestrucción, violencia o ilegalidad, sin importar la edad de sus hijos.

•    Establezcan con claridad que las decisiones vitales son responsabilidad, únicamente, de su hijo (a). Como padres, es positivo aconsejarles, pero reiterando que nadie, mas que ellos, puede escoger la pareja, los valores y el estilo de vida. La época de la crianza ha terminado. Es hora de que su hijo (a) tome las riendas de su vida.

•    Acepten, como padres, que la vida de los hijos (y de todas las personas) siempre va a estar marcada por equivocaciones y por decisiones que pueden no parecerles las mejores a los padres. Sin embargo, el brindarles la posibilidad de cometer errores es un mensaje. Quiere decir que en ustedes existe la convicción de que también pueden alcanzar grandes aciertos.

Los padres han dado a sus hijos el don de la vida. Ha llegado el momento de hacerlo de nuevo. Entregue a sus hijos el don de su propia vida, de su propia autonomía y de sus propias decisiones… y manténgase prudentemente cerca. Un buen consejo nunca estará demás.





Por  Claire de Mézerville López
Psicóloga

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